En las grandes ciudades la lentitud puede ser peligrosa porque el
lento corre el riesgo de perecer atropellado por los que viven apurados.
Sin embargo, existen muchos que están dispuestos a desafiar la
tendencia a vivir a toda velocidad, porque se dan cuenta que eso no es
todo. Son los más sabios, los que saben esperar, los que no se apuran
sin necesidad y pueden discriminar el grado de urgencia que requiere
cada situación en particular.
Pero para los adictos a la velocidad, no pueden tolerar, ni siquiera
un retraso un domingo en un restaurante, porque estar sin hacer nada los
hace sentir incómodos y ansiosos.
La gente circula por las calles apurada aunque no tenga motivo, de
mal humor, con gesto sombrío y hasta maldiciendo los semáforos y el
tráfico. Discute con quienes le obstaculizan el camino y no percibe
nada de lo que ve preocupada por cosas que seguramente nunca sucederán.
Nadie parece darse cuenta que una espera, un contratiempo, una
forzosa parada en el camino, puede tener un significado y mostrarle algo
importante que no logra ver en su vida llena de ocupaciones.
Todos llegan a casa cansados después de muchas horas de trabajo; y
aún les espera cosas para hacer.
Nadie piensa en dedicar algunos minutos
a relajarse, no pensar en nada y olvidarse de todo.
Las obligaciones del ciudadano común se multiplican porque en una
sociedad compleja los problemas se agrandan y son más difíciles de
solucionar a pesar de la automatización.
La vida se ha convertido en una sucesión de obligaciones que pueden
no tener ningún sentido personal, porque sólo sirven para mantener en
funcionamiento la maquinaria desenfrenada de una vida caótica.
Las ocupaciones son tantas que el tiempo parece pasar más rápido y al
terminar el día se tiene la sensación de no haber tenido la oportunidad
de vivirlo.
¿Se puede vivir más despacio mientras el mundo a nuestro alrededor
pasa a nuestro lado a toda velocidad? Porque los rápidos que corren
contra el reloj, parecen comerse a los lentos.
Sin embargo, lograr la eficacia no es precisamente el resultado que
obtienen los que se apuran, sino los que son más sabios, o sea aquellos
que pueden discriminar cuándo es necesario actuar con rapidez y cuándo
es mejor actuar con lentitud.
El apuro nos permite ahorrar tiempo, pero en lugar de aprovechar ese
tiempo para dejarnos estar y descansar, lo ocupamos con otra actividad y
la agregamos a la cadena de obligaciones diarias haciéndonos más
esclavos.
Nadie desea renegar de la tecnología moderna que nos permite hacer
algunas cosas más rápido, pero el problema es que la velocidad produce
adicción y se extiende a otras cosas que necesitan más tiempo.
Vivir apurado tiene un alto costo; en primer lugar enferma, luego se
malogran relaciones, somos más infelices, estamos más cansados y no
podemos disfrutar de las cosas.
La velocidad nos obliga a ir al médico y someternos a toda clase de
análisis, porque el estrés no nos deja dormir ni hacer bien la digestión
y apenas tenemos fuerzas al día siguiente para comenzar de nuevo con
todo.
Los problemas cardiacos, la alergia, el asma, las contracturas y la
hipertensión son algunas de las consecuencias de vivir apurado tratando
de hacer más de lo que podemos.
La cultura del trabajo y el interés puesto únicamente en los resultados hacen que hasta los niños terminen el día, agotados.
Creo que si se toma conciencia de que no hay necesidad de apurarse
para todo, sino sólo para lo que es necesario y que todo ser humano debe
disfrutar también de estar sin hacer nada, la vida de cada uno puede
cambiar y ser más digna de ser vivida.
Fuente: “Elogio de la lentitud”, Carl Honoré.
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