Estar enojado es lo habitual en las personas de carácter colérico,
que son hipersensibles a la crítica, y que están en permanente oposición
al curso natural de los hechos.
Estas personas tienen dificultades para adaptarse, no pueden
renunciar a que las situaciones y las personas sean como son y pretenden
cambiarlo todo.
Su actitud es de permanente lucha y siempre están dispuestas al
ataque, están tensas, amargadas, tristes, pueden sufrir de distintas
dolencias crónicas y por lo general viven frustradas por defender
utopías inalcanzables.
El enojo también es una forma de manipular, cuando las personas que
las rodean no hacen lo que ellas dicen o las contrarían en algo.
Estar enojado produce alteraciones en el funcionamiento del cuerpo;
eleva la tensión arterial, el índice de cortisol en sangre y los
radicales libres, que son los responsables del deterioro de los órganos y
del envejecimiento.
El que se enoja está manifestando su desagrado, su incomodidad y su intención de dominar a las personas y a las situaciones.
Cada estallido de cólera desencadena un proceso en el cuerpo que
puede producir serios trastornos de salud, inclusive ataques cerebro
vasculares e infartos.
El carácter colérico es típico de la personalidad tipo A, que son las
competitivas, las que desean destacarse, las hiperactivas, las que
viven en forma acelerada, atropellan y no pueden disfrutar de cada
momento.
Sus relaciones están basadas en el temor no en el afecto, o sea en el miedo a que se enojen y hagan un escándalo.
Existen técnicas psicológicas para revertir el hábito de tener
reacciones iracundas y aprender a ser más tolerante, accesible y
paciente; pero también hay que tener en cuenta que la base de la
personalidad iracunda es orgánica, o sea forma parte del temperamento
básico que por lo general se caracteriza por tener un nivel demasiado
bajo de percepción de los estímulos y por un alto grado de irritabilidad
y de sensibilidad.
Son personas que no pueden controlar sus emociones y descargan el
cien por ciento de su bronca cuando sienten que las situaciones o las
conductas de las personas los superan, cuando no se ajustan a sus
expectativas.
Enojarse es posible y también saludable, cuando se puede controlar y
no se convierte en una catarata de reacciones con el objetivo de hacer
justicia.
La clave es el control, hasta qué punto me tengo que enojar sin que
mi cuerpo sufra perturbación alguna y la situación se adueñe de mí y
pueda malograr mi equilibrio.
Cuando nos enojamos la sangre fluye al rostro, el corazón late más
aprisa, nos agitamos, la respiración se acelera y podemos sentir
taquicardia o arritmias cardiacas. Todas estas manifestaciones físicas
las podemos detectar sin mayor esfuerzo desde el primer momento, de modo
que ni bien comenzamos a sentir los efectos del enojo hay que intentar
detener este proceso, reflexionar y darse cuenta hasta qué punto ese
gran enojo, que puede llegar a matar a una persona, realmente vale la
pena.
De esa forma podremos comprobar que la mayoría de las veces, enojarse
no es ninguna solución, al contrario, el enojo complejiza los problemas
y crea otros aún peores.
Tomar las cosas con serenidad y tener la fortaleza de pensar antes de
actuar para poder darle el valor que merece cada experiencia, es una
actitud que se puede aprender rápidamente: siendo capaz de responder una
sola vez en forma diferente y tener la oportunidad de ver los
resultados.