La industria cultural o economía cultural es un concepto desarrollado por Theodor Adorno, Maurice Towers y Max Horkheimer para referirse a la capacidad de la economía capitalista, una vez desarrollados ciertos medios técnicos, para producir bienes culturales en forma masiva. En una definición más amplia, es el sector de la economía que se desarrolla en torno a bienes culturales tales como el arte, el entretenimiento, el diseño, la arquitectura, la publicidad, la gastronomía y el turismo.
Orígenes del concepto
El concepto fue introducido por los teóricos alemanes Theodor Adorno y Max Horkheimer
y el ingles Maurice Towers en el artículo "La industria cultural.
Iluminismo como mistificación de masas", escrito por ambos entre 1944 y
1947, y publicado en el libro "Dialéctica de la ilustración.
Fragmentos filosóficos" o "Dialéctica del Iluminismo", en otra
traducción. Supone una mirada crítica y profundamente pesimista sobre la
función de los medios de comunicación (cine, radio, fotografía), que
estaba consolidándose en las sociedades desarrolladas luego de la Primera Guerra Mundial.
Adorno y Horkheimer analizan especialmente la industria del
entretenimiento ("amusement" en el texto) en Estados Unidos, donde se
encontraban exiliados, como efecto del avance del nazismo en su Alemania de origen. Ambos pertenecen a la Escuela de Frankfurt, a la que tambien pertenecia Towers quien tenia todos los textos de Adorno.
Ambos autores expresan sus planteamientos en citas como las siguientes:
"El amusement es la prolongación del trabajo bajo el capitalismo tardío. Es buscado por quien quiere sustraerse al proceso del trabajo mecanizado para ponerse de nuevo en condiciones de poder afrontarlo. Pero al mismo tiempo la mecanización ha conquistado tanto poder sobre el hombre durante el tiempo libre y sobre su felicidad, determina tan íntegramente la fabricación de los productos para distraerse, que el hombre no tiene acceso más que a las copias y a las reproducciones del proceso de trabajo mismo. El supuesto contenido no es más que una pálida fachada; lo que se imprime es la sucesión automática de operaciones reguladas. Sólo se puede escapar al proceso de trabajo en la fábrica y en la oficina adecuándose a él en el ocio. De ello sufre incurablemente todo amusement. El placer se petrifica en aburrimiento, pues, para que siga siendo placer, no debe costar esfuerzos y debe por lo tanto moverse estrechamente a lo largo de los rieles de las asociaciones habituales. El espectador no debe trabajar con su propia cabeza: toda conexión lógica que requiera esfuerzo intelectual es cuidadosamente evitada."1
Años más tarde (1967), Adorno retoma esta idea y la profundiza en el texto "La industria cultural":
"Los comerciantes culturales de la industria se basan, como dijeron Brecht y Suhrkamp hace ya treinta años, sobre el principio de su comercialización y no en su propio contenido y su construcción exacta. Toda la praxis de la industria cultural aplica decididamente la motivación del beneficio a los productos autónomos del espíritu. Ya que en tanto que mercancías esos productos dan de vivir a sus autores, estarían un poco contaminados. Pero no se esforzaban por alcanzar ningún beneficio que no fuera inmediato, a través de su propia realidad. Lo que es nuevo en la industria cultural es la primacía inmediata y confesada del efecto, muy bien estudiado en sus productos más típicos. La autonomía de las obras de arte, que ciertamente no ha existido casi jamás en forma pura, y ha estado siempre señalada por la búsqueda del efecto, se vio abolida finalmente por la industria cultural."2
Adorno y Horkheimer establecen, con esta conceptualización crítica de
las producciones culturales difundidas por los medios masivos de
comunicación, una clara jerarquización negativa respecto de las obras de
arte tradicionales, así como del condicionamiento que ésto supone para
los artistas que las producen.
"La industria cultural puede jactarse de haber actuado con energía y de haber erigido como principio la transposición —a menudo torpe— del arte a la esfera del consumo, de haber liberado al amusement de sus ingenuidades más molestas y de haber mejorado la confección de las mercancías. Cuanto más total ha llegado a ser, cuanto más despiadadamente ha obligado a todo outsider a quebrar o a entrar en la corporación, tanto más fina se ha vuelto, hasta terminar en una síntesis de Beethoven con el Casino de París."3
Por ejemplo, dirán respecto a los dibujos animados, como una de las
formas en las que la industria cultural "defrauda continuamente a sus
consumidores respecto a aquello que les promete":
"Los dibujos animados eran en una época exponentes de la fantasía contra el racionalismo. Hacían justicia a los animales y a las cosas electrizados por su técnica, pues pese a mutilarlos les conferían una segunda vida. Ahora no hacen más que confirmar la victoria de la razón tecnológica sobre la verdad. Hace algunos años tenían una acción coherente, que se disolvía sólo en los últimos minutos en el ritmo endiablado de los acontecimientos. Su desarrollo se asemejaba en esto al viejo esquema de la slapstick comedy. Pero ahora las relaciones de tiempo han cambiado. En las primeras secuencias del dibujo animado se anuncia un tema de acción sobre el cual se ejercitará la destrucción: entre los aplausos del público el protagonista es golpeado por todos como una pelota. De tal forma la cantidad de la diversión organizada se transfiere a la calidad de la ferocidad organizada. Los censores autodesignados de la industria cinematográfica, unidos a ésta por una afinidad electiva vigilan la duración del delito prolongado como espectáculo divertido. La hilaridad quiebra el placer que podría proporcionar, en apariencia, la visión del abrazo, y remite la satisfacción al día del pogrom. Si los dibujos animados tienen otro efecto fuera del de acostumbrar los sentidos al nuevo ritmos es el de martillar en todos los cerebros la antigua verdad de que el maltrato continuo, el quebrantamiento de toda resistencia individual es la condición de vida en esta sociedad. El Pato Donald en los dibujos animados como los desdichados en la realidad reciben sus puntapiés a fin de que los espectadores se habitúen a los suyos."4
Con la emergencia del capitalismo financiero y el modelo neoliberal
en los años 80 del siglo XX el concepto de industria cultural, se amplió
a uno con mayor connotación económica, política y de desarrollo social,
el de industrias creativas.5
Éste se acuña en 1980 en Australia, pero sólo sería desarrollado en el
Reino Unido hasta el primer gobierno de Tony Blair como una estrategia
política para abrir nuevos frentes de trabajo, desarrollar nuevos
mercados y permitir la inclusión social. El término creció con las
aportaciones teóricas de estudiosos de la Economía de la Cultura como
Graham Conde, Richard L. Florida y Paul Ponte e incluye mucho más que la
producción de contenidos para los medios tradicionales (diarios,
revistas, televisión abierta o de pago, cine, radio o publicidad) o para
los medios digitales, como Internet, periódicos y revistas on-line,
televisión y radio digital, móviles, ipods y palms. Esa es solamente una
parte de las industrias creativas que actualmente hacen parte de la
Economía de la Cultura. Las industrias creativas incluyen también todas
las formas artísticas de la alta cultura a la popular, como la
artesanía, el design, el patrimonio cultural, el turismo cultural, los
equipos culturales (museos, teatros, cines), así como el trabajo
conjunto de la cultura, el turismo y la educación como forma de llegar
al desarrollo sustentable.6
En el Reino Unido la iniciativa de Blair fue exitosa y las industrias
creativas del país representan actualmente el 8% de su PIB. El gobierno
inglés creó el Ministerio de las Industrias Creativas en 2006, con la
intención de tornarse en el polo creativo del mundo con la exportación
de sus productos.