John Locke consideraba que el hombre, el ser humano, era dueño de sus capacidades.
Todos seríamos, en ese sentido, iguales. En el estado de naturaleza que
presenta —un estado previo al de la sociedad civil y que es una mezcla
entre entidad real y lógica— los hombres se dedican, siguiendo la ley de
Dios o natural —que en este sentido son la misma cosa—, a trabajar el
campo con sus manos para poder alimentarse y vestirse, etc. Es
el trabajo lo que genera propiedad y no pueden poseer más de lo que
puedan consumir sin que se pudra o deteriore por no ser usado,
porque eso va en contra de la ley anteriormente citada. Dios nos ha dado
los recursos suficientes para mantener nuestra vida, lo que es un
deber, no para que los echemos a perder. Debemos tomar lo que sea
necesario sin perjudicar a los demás. Claro, esta es la norma que regía
en ese estado de naturaleza, antes de que surgiera, por convención, el
dinero.
Por supuesto, gracias al dinero se puede acumular lo que se desee para cambiarlo por él, porque éste no caduca.
Le hemos otorgado un valor tal que, aunque fluctúe, siempre tendrá
alguno. De tal manera, que tras su invención la ley natural ya nos
permite acumular, incluso dejando a los demás sin tierras que cultivar
con sus propias manos. O, mejor dicho, hacerlo de tal manera que ese
trabajo no genere propiedad.
Resulta que gracias al dinero un terrateniente puede ceder
una parcela de tierra por un tiempo a cambio de cierta cantidad
económica para que otra persona la labre, pero teniendo que devolverle la propiedad de la tierra en cuanto acabe el contrato. O, también, trabajarla a cambio de un salario, sin que por ello su trabajo le permita creerse poseedor
ni del más pequeño de los tomates cultivados. Naturalmente, hablamos
del trabajo del campo, pero podríamos hacer lo mismo con las fábricas y
el trabajado llevado en ellas por los obreros, lo que pasa que en el
siglo XVII, que fue el siglo que le tocó vivir al filósofo inglés, no es
que estuviera muy desarrollada (en absoluto) que digamos.
Claro, como cada persona es dueño de su propia capacidad (para trabajar, por supuesto) puede hacer lo que quiera con ella.
Y alguien que sólo pueda lograr su sustento para seguir con vida —que,
recordemos, es un deber hasta que el buen Señor decida llevarnos con Él—
enajenando su capacidad, alquilándola por horas o para siempre, tendrá
que hacerlo.
Esto se puede entender que es una forma de perder la libertad, si es
que entendemos ésta de la manera antedicha, pero no parecíale lo mismo
al bueno de Locke.
De lo dicho hasta aquí pueden surgir muchas preguntas, dudas y cuestiones, pero a mí me gustaría resaltar una sobre las demás: ¿De verdad podemos considerar acertadamente que somos dueños de nuestras capacidades,
es decir, que no se las debemos a nada ni a nadie, y mucho menos a la
sociedad, porque sólo pertenecen al yo? Y de ser esto mentira, ¿qué
supondría? Es decir, si realmente lo que somos es una mezcla
extraña entre los genes que debemos a nuestros progenitores, nuestra
relación con el entorno, y cómo nos trata éste, la educación recibida y
ciertos accidentes (entendiendo estos como sucesos puntuales
inesperados), entonces, ¿cómo podríamos hablar de que nuestras
capacidades nos pertenecen, de que, incluso, nos pertenecemos a nosotros
mismos, sin más consideraciones?