Todos hemos sufrido pérdidas en esta vida que nos llegaron a afectar
profundamente; seres queridos que dejan este mundo, trabajos, status
social, patrimonios, divorcios, etc.
A pesar de saber que tendremos que enfrentar pérdidas en nuestras
vidas, ya que el cambio es la característica esencial de la existencia,
nos aferramos a las cosas y a las personas y muchos no pueden
aceptarlos.
Es necesario vivir el dolor de las pérdidas para poder seguir con nuestras vidas y continuar creciendo.
La mejor forma de encarar estas experiencias es tener la suficiente
fortaleza para aceptarlas y poder trascenderlas, y para continuar
viviendo la realidad desde las limitaciones y desilusiones que nos
depara y el dolor de las pérdidas.
El verdadero desafío es volver a empezar y enfrentar un nuevo modo de
vida, porque todo cambio produce una transformación en el entorno al
que hay que adaptarse.
Estamos hechos de pequeñas o grandes rutinas que nos hacen sentir
cómodos y seguros, que cuando se interrumpen pueden derrumbar cualquier
estructura que no esté firmemente afianzada.
Los cambios nos obligan a crecer y a intentar cosas nuevas, porque no hay edad para emprender un nuevo camino.
El duelo por las pérdidas sufridas es el intento de restablecer el equilibrio perdido.
Nos sentimos unidos a nuestros seres queridos con vínculos que
implican una relación de pertenencia, fruto de muchas experiencias
juntos y de una historia común, que la desaparición física modifica y la
transforma en un recuerdo, que será el lazo que nos mantendrá unidos a
ellos para siempre.
La muerte de personas cercanas nos deja una sensación de orfandad, de
carencia afectiva irremediable que puede afectar el curso de nuestras
vidas.
Sólo una gran fortaleza nos ayudan a salir indemnes de estas
situaciones difíciles, recuperarnos de las pérdidas irreparables y
seguir viviendo, atreviéndonos a empezar de nuevo.
Quedar adherido a un pasado perdido es renunciar a la vida, al
presente y al futuro, y demuestra la imposibilidad de salir de uno mismo
para enfrentar de nuevo al mundo.
La aceptación de la muerte como parte de la vida es posible cuando la
realidad logra imponerse y nos impide refugiarnos en nuestras propias
fantasías.
Una persona normal y equilibrada puede asumir cualquier situación de
la vida, porque estamos diseñados para ello y contamos con todos los
recursos como para soportar cualquier contingencia sin derrumbarnos.
Solo las personas con estructuras de carácter poco firmes e
inestables tienen dificultades serias para superar estos trances,
renunciando a aceptar las pérdidas y suprimiendo el dolor negándolas, en
lugar de ser capaces de vivirlo y seguir adelante.
El tiempo cura todo y el dolor le da paso al recuerdo dejando atrás
la angustia y el sufrimiento, permitiendo emprender nuevos desafíos sin
la carga emocional del anhelo de quien ya no está, porque hemos decidido
aceptar que así sea.
El adentro y el afuera vuelven a estar iguales, la realidad ya no es
una amenaza que se cierne sobre nosotros sino una oportunidad, y dejamos
de permanecer ensimismados para abrirnos otra vez a lo nuevo.
Muchos prefieren quedar prisioneros del pasado perdido y no logran
verle a la vida sentido. Se sumergen en un transcurrir opaco y
deslucido, renuncian a sus ideales, abandonan sus proyectos y en un
duelo interminable dejan pasar los días; como si el que se fue se
hubiera llevado su espíritu dejando sólo un cuerpo vacío.
Hay que seguir viviendo la propia vida, porque tener vida propia es
la clave para superar las pérdidas, sin depender de nadie; porque detrás
de un duelo no elaborado puede esconderse el fantasma de la
dependencia, roles que no se cumplirán más, necesidades insatisfechas a
las que a muchos les resulta imposible renunciar.
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